miércoles, 24 de diciembre de 2014

El Dios Nuestro entre nosotros 1

El Dios Nuestro entre nosotros es amor y vida.

Hoy celebramos una antigua tradición, la de la encarnación de este Dios que nos ama y quiere estar entre nosotros. No soy teólogo y escribiré solamente desde mi experiencia. En un mundo de tristeza y dolor, los que siguen a Jesús, tenemos un llamado perpetuo al amor y la felicidad. No se trata de una obligación, eso no es amor. Tampoco es un deber, de allí no se opta por la felicidad.

El Dios del Amor no obliga a nadie, no somete a ningún deber, no arrastra ni tampoco empuja. Es un Dios que atrae, que dona gratuitamente, que llena y desborda. Al final, es una invitación, pero no como aquellas que exigen un RSVP o confirmación. Es como el agua que se rocía en la tierra, no demanda, no exige, simplemente impregna y, como consecuencia, la tierra se vuelve fértil, se hidrata.

Es como el aroma suave y dulce que esparce en una casa cuando se cocina, no obliga a comer, ni tampoco a ayudar a quien emprende la tarea. Al olerlo, trae recuerdos, incita hambre, convoca a los habitantes de la casa junto al calor del horno. Es como un regalo, bien dado, con cariño, que no implica otro de regreso, que genera emoción y expectativa por saber qué es, por usarlo y agradecerlo.

Es como el viento de una tarde fresca que no se pide, llega por su propia voluntad, roza el rostro y se respira, entra profundo, refresca, provoca ganas de estar afuera disfrutándolo. Se parece a la emoción por recibir a alguien a quien se le ha extrañado mucho; al momento, justo cuando termina la espera, de verle por primera vez, después de tanto tiempo, a esas ganas de saltar sobre los pies y abalanzársele, con los brazos abiertos, a rodearle con cariño y apretarle contra el pecho.

Nada de esto es obligatorio ni proviene del deber. Nace de nuestro llamado perpetuo al amor y a la felicidad. Con todos nuestros errores y momentos débiles, no sin ellos, pues no seríamos quienes somos.

El aire fresco refresca las entrañas cuando se le inhala, no por obligación, sino por efecto. Es una invitación a ese evento que no me perdería por nada de este mundo y, quien me invita, lo sabe. Mi presencia es requerida porque tanto yo como quien me invita, sabemos que ese es un momento que queremos compartir.

Es el agua vertida que no tiene alternativa diferente a darse a la tierra, y la tierra, no tiene opción otra que hidratarse. Es el olor que arrastra, cual caricatura, de las narices a los comensales que, por más que se les invite a la sala, se resisten a abandonar la cocina.

Es el regalo que hace sentir por dentro que uno es amado. Es el aire que no puedo dejar de respirar y no quiero. Es el choque entre dos pechos que anhelaban estar cerca.

Así es el amor de Dios. No es una obligación, no es un deber, no es una serie de reglas. Es ser amor porque eso, en consecuencia, me hace feliz, me hace ser yo. Sólo soy eso y no tengo remedio ni alternativa. Cuando escojo el amor soy feliz.

Podría ser que las reglas sirvieran de algo, dudo mucho que los juicios ayuden en lo más mínimo. Creo firmemente que el amor no necesita de argumentos. La felicidad no precisa de evidencias. Así que no se diga más. Feliz Navidad. Feliz porque la pases al calor del que llamas hogar, feliz porque te rodees de quienes amas, feliz porque salgas de tus círculos aunque sea por un momento breve. Feliz porque eso es lo que el amor hace indudablemente.     

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